martes, 12 de noviembre de 2013

De mi, de cada día.

Suena el despertador. ¿Ya son las 7? Lo apago. Me levanto, no sin antes apurar el agradable calor que emana todavía de  mi almohada. Camino hacia al baño, y me miro al espejo. Sí, me miro al espejo. La primera persona con quien hablo todos los días es con mi reflejo. Aclaro, es una conversación muda. Nos basta con mirarnos para saber qué piensa la otra. Nos leemos cada gesto con la boca, cada mirada taciturna. Es una relación especial, nunca he encontrado una conexión de tales dimensiones con nadie. Además de la empatía que rezuma de esa pequeña hacia mi a pesar de mi aspecto después de la batalla onírica, me sorprende el hecho de que gracias a ella cada día descubro cosas nuevas acerca de mi. Me conozco un poco más, y sin esfuerzo. Es como asomarme y observar dentro de mi (ojo, no hablo de una endoscopia, como lo entenderían los de mi gremio). Es algo profundo y que a veces, me asusta.
Hace unos meses empezaron a erigirse los cimientos de la que es ahora mi rutina diaria. No me quejo. Se parece a la vida, algo. Algo. Y ese algo es lo que atormenta todas las mañanas a mi reflejo, y que me contagia de una sensación de pánico. De repente el cuarto de baño encoge, de repente el techo y el suelo van a besarse, de repente las paredes se acercan más, y más... Y el desánimo crece, y se expande, es mi Big-Bang particular. ¿Cómo no voy a sentirme así, cuándo la veo a ella en el espejo, con esas ojeras y esa cutis blanca, casi cadavérica que no ve los rayos del sol?  ¿Cómo no voy a sentir lástima de ella, que parece tan frágil, se hace tan pequeña dentro de su pijama a medida que en su agenda anota fechas, y fechas y más fechas...? No vivo tranquila viéndola así. Si casi se me pone a llorar cuando recuerda la tierna y efímera caricia del verano, o la libertad que se le salía de las costuras.
En ese momento, me siento impotente. Solo han pasado unos minutos desde que puse los pies en este mundo, el mundo real, del asfalto y el reloj, y solo quiero volver a mi cama. Lo único que se me ocurre es sonreír. Y me siento tan ridícula allí plantada, con el pelo enmarañado, los ojos aún empañados, y las mejillas coloradas, y a la vez, tan sublime, porque veo que ella ríe por mi aspecto, y lo absurdo de la situación, y que se olvida de lo duro que será el día a partir de que la abandone y traspase el marco de la puerta. Es feliz, y yo soy feliz.
Así que todas mis mañanas, después de hablar con el espejo, le plasmo una sonrisa de oreja a oreja, de esas tan grandes pero tan puras que nada puede nublarla. Así, es como me recuerdo la vida.